Sobre los avatares que produce una mirada en la vida de un sujeto, el psicoanalista escucha sus rastros, entretejidos formando parte de la historia familiar. En el sentido común encontramos ciertos dichos de cómo algunas miradas son signos, metáforas y significaciones particulares que modulan ciertas acciones de acuerdo a la interpretación que se le haya dado. Escuchamos por ejemplo como ellas producen ciertas emociones y respuestas a sus actos: miradas controladoras, amables, vigilantes, protectoras y a veces extremas, como miradas de tipo persecutoria bien diferenciadas en la psicosis.
Los ejemplos fluctúan en diversos contextos como, “ cuando niña se me caía algo al suelo y mi madre con su mirada lo decía todo”, “al equivocarme o decir algo indebido en lo social sentía sus ojos clavados en mí, desaprobando lo dicho, aun hoy en su ausencia siento esa mirada sobre mi”.
Expresiones similares a “no sacarle los ojos de encima” son frecuentemente escuchadas en madres primerizas que tanto en ausencia como en presencia temen por la vida del niño, o también en situaciones de duelo sufrido por una perdida; tal exceso de vigilancia en función de miedos, inseguridades o un supuesto saber sobre el bienestar del otro. A diferencia, la contraparte experimenta una intrusión e invasión de espacios que le restan la privacidad de lo individual, muchas veces necesario como parte vital en la constitución de un sujeto.
La subjetivación de la mirada muchas veces experimentada en forma accidental en los primeros años de vida, fijan un tipo de respuesta que inhiben la acción correspondiente a un deseo particular. La misma queda petrificada en el tiempo como acción única dentro de la diversidad con la cual pudiera responder. Las otras soluciones se anulan quedando en su repertorio como respuesta única, muchas veces, repetición desapercibida por el sujeto y cuando no se sabe sujetado a ella, sin posibilidad de habilitar algo distinto de lo ya conocido, constituyendo un sufrimiento infernal y motivo suficiente para demandar ayuda de un tratamiento.
La mirada es estructurante en la vida de un niño[1], el juego especular fija las identificaciones e ideales necesarios para la constitución de su yo como ser hablante.
Resulta divertido la experiencia de un niño en sus primeros años de vida observarse por primera vez en el espejo. Lo que él experimentaba verse en fragmentos, partes de su cuerpo ahora en el espejo la imagen logra su unificación, de hecho, el niño vivencia su reflejo siendo otro niño. El desdoblamiento que se produce entre lo que observa y como es mirado se le devuelve en un “yo es Otro”. Y por ello el niño comienza a jugar con ese otro que aparece allí. Cuando esa imagen en el espejo es acompañada luego con algunos dichos, comienza su conformación de su ser “eres maravilloso”, “no seas tonto” palabras que van incidiendo y modulando su subjetividad y sus ideales.
Las funciones de las imágenes y las palabras que devienen luego en el tiempo se incrustan en los cuerpos de maneras diversas. Encontramos sus variantes en los problemas de alimentación, por ejemplo, la anorexia y la bulimia, donde el espejo juega “un parthener” importante, convirtiéndose muchas veces en una lucha a muerte con la imagen. Una imagen atrapada en “lo bello” y que produce por un lado rechazo a toda incorporación del alimento y por otro la desregulación del adentro y afuera. Estos, como algunos de los desajustes, sin embargo hay otras inhibiciones importantes que producen una variabilidad de síntomas.
Cuando aparece este cuerpo mordido tanto por las miradas como las palabras, se trata muchas veces en el tratamiento analítico, del desanudamiento de esa intrusión no subjetivada en su fuerza y de declinar estas alienaciones despejando el camino sin el peso de la mortificación que habitaba al sujeto.
[1] Lacan, Jacques. El estadio del espejo como formador de la función del yo [Je] tal como se nos presenta en la experiencia analítica, Escritos 1, siglo veintiuno editores editores , pp. 86-93.